La
abuela tenía imanes de colores en su nevera. Los regalaban con la leche y eran
de colores.
Todo
en su cocina era peculiar, desde las cacerolas de porcelana a la bolsa del pan.
Pese a que hacía años que no lo necesitaba, seguía guardando en un cajón un
colador para el café.
No
había forma de que se deshiciese de ninguno de sus cacharros, ni de la lata del
Cola Cao que utilizaba para guardar el Avecrem, ni la Melita que sustituyó al
pucherete, y en el que recalentaba una y otra vez el café que a lo último que
olía era a “recién hecho”. A ella le gustaba aprovecharlo todo.
Su
cocina era su mundo, su espacio más deseado. Le gustaba sentarse en su silla de
formica verde a escuchar la radio, a la que subía el volumen cuando tenía que
irse a otra habitación de la casa. Si era música lo que sonaba y conocía la
canción, ella la tarareaba.
Nos
encantaba ir a verla. De pequeños nos abrazábamos a sus piernas al llegar y
entonces ella se agachaba y nos daba un sonoro beso. Luego nos cogía las manos
con las suyas y nos las besaba. Cuando las soltaba, nuestras manos olían a
jabón Lagarto.
Sin
embargo, su mejor imagen, la que mejor se corresponde con lo que era ella,
estaba delante de su olla, cocinando. A mí y a mis hermanos nos encantaba el
arroz caldoso con patatas. Qué sencillo, pero qué delicioso.
Yo me
colocaba a un lado. “Tú mira, pero sin moverte de aquí”. Y yo de allí no me
movía.
Primero
cortaba las patatas y las chascaba, echaba aceite, ajos cortaditos y pimentón.
A continuación el arroz, que medía en vasitos pequeños, “uno por persona”,
decía. Por último echaba las patatas y luego agua caliente, sal y perejil. Lo
tapaba y lo dejaba en el fuego una media hora, quizá algo menos. Luego metía la
punta del cucharón y lo probaba. El rito terminaba cuando movía la cabeza con
gesto de aprobación.
Conforme
fueron pasando los años, las visitas a la abuela, tanto mías como de mis
hermanos, eran más tardías, de manera que para ella eran un acontecimiento, una
gran fiesta.
Entonces,
yo acostumbraba a llamarla el día antes. Ya no me preguntaba qué querría para
comer, sino si llegaría con tiempo para
“cocinar con ella”, que era lo mismo que volver a repetir aquello de “tú mira,
pero sin moverte de aquí”.
Mi
madre siempre me insistía en que no sabía lo que me estaba perdiendo pues hacía
platos exquisitos que por desgracía se terminaría perdiendo. Mi madre decía que
era difícil encontrar a alguien que “tuviese su mano para la cocina”.
La
última vez que he visto a la abuela fue ayer, en la Residencia. Como en las
últimas visitas, no me recordó.
A la
hora de comer me senté a su lado. Retiré su plato y me levante. Ella seguía
callada, con la cabeza hacia abajo, la
mirada fija y sin casi pestañear.
Yo me
fuí al microhondas. Abrí el tupper que llevaba y lo calenté.
Al
cabo de un par de minutos me senté otra vez a su lado y con mucho cuidado le
llevé la primera cucharada a su boca. Era un arroz caldoso con patatas, que me
había atrevido a preparar.
Entonces
ella levantó la cabeza y me miró sorprendida. Luego la movió afirmativamente. A
continuación, cogió mis manos entre las suyas y las besó.
Si hay
algo de música en nuestras vidas, es porque alguien escribió para nosotros una
partitura.
Si hay
un poco de magia en nuestro día a día, seguro que algo tiene que ver con
nuestro paladar. A veces ocurren ambas cosas.