martes, 23 de diciembre de 2014

NUESTRO PEQUEÑO HOMENAJE

Este artículo de presentación pretende rendir homenaje a nuestra cocina de siempre, pero sobre todo a las que desde siempre nos hicieron sentir la pasión por nuestra cocina.



La abuela tenía imanes de colores en su nevera. Los regalaban con la leche y eran de colores.



Todo en su cocina era peculiar, desde las cacerolas de porcelana a la bolsa del pan. Pese a que hacía años que no lo necesitaba, seguía guardando en un cajón un colador para el café.



No había forma de que se deshiciese de ninguno de sus cacharros, ni de la lata del Cola Cao que utilizaba para guardar el Avecrem, ni la Melita que sustituyó al pucherete, y en el que recalentaba una y otra vez el café que a lo último que olía era a “recién hecho”. A ella le gustaba aprovecharlo todo.



Su cocina era su mundo, su espacio más deseado. Le gustaba sentarse en su silla de formica verde a escuchar la radio, a la que subía el volumen cuando tenía que irse a otra habitación de la casa. Si era música lo que sonaba y conocía la canción, ella la tarareaba.



Nos encantaba ir a verla. De pequeños nos abrazábamos a sus piernas al llegar y entonces ella se agachaba y nos daba un sonoro beso. Luego nos cogía las manos con las suyas y nos las besaba. Cuando las soltaba, nuestras manos olían a jabón Lagarto.



Sin embargo, su mejor imagen, la que mejor se corresponde con lo que era ella, estaba delante de su olla, cocinando. A mí y a mis hermanos nos encantaba el arroz caldoso con patatas. Qué sencillo, pero qué delicioso.



Yo me colocaba a un lado. “Tú mira, pero sin moverte de aquí”. Y yo de allí no me movía.



Primero cortaba las patatas y las chascaba, echaba aceite, ajos cortaditos y pimentón. A continuación el arroz, que medía en vasitos pequeños, “uno por persona”, decía. Por último echaba las patatas y luego agua caliente, sal y perejil. Lo tapaba y lo dejaba en el fuego una media hora, quizá algo menos. Luego metía la punta del cucharón y lo probaba. El rito terminaba cuando movía la cabeza con gesto de aprobación.







Conforme fueron pasando los años, las visitas a la abuela, tanto mías como de mis hermanos, eran más tardías, de manera que para ella eran un acontecimiento, una gran fiesta.



Entonces, yo acostumbraba a llamarla el día antes. Ya no me preguntaba qué querría para comer, sino  si llegaría con tiempo para “cocinar con ella”, que era lo mismo que volver a repetir aquello de “tú mira, pero sin moverte de aquí”.



Mi madre siempre me insistía en que no sabía lo que me estaba perdiendo pues hacía platos exquisitos que por desgracía se terminaría perdiendo. Mi madre decía que era difícil encontrar a alguien que “tuviese su mano para la cocina”.







La última vez que he visto a la abuela fue ayer, en la Residencia. Como en las últimas visitas, no me recordó.



A la hora de comer me senté a su lado. Retiré su plato y me levante. Ella seguía callada, con la cabeza  hacia abajo, la mirada fija y sin casi pestañear.



Yo me fuí al microhondas. Abrí el tupper que llevaba y lo calenté.



Al cabo de un par de minutos me senté otra vez a su lado y con mucho cuidado le llevé la primera cucharada a su boca. Era un arroz caldoso con patatas, que me había atrevido a preparar.



Entonces ella levantó la cabeza y me miró sorprendida. Luego la movió afirmativamente. A continuación, cogió mis manos entre las suyas y las besó.









Si hay algo de música en nuestras vidas, es porque alguien escribió para nosotros una partitura.



Si hay un poco de magia en nuestro día a día, seguro que algo tiene que ver con nuestro paladar. A veces ocurren ambas cosas.




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